martes, 15 de mayo de 2012

PREPARAR LA CELDA DE ESPERA


El avaro castigado

Había una vez un hombre muy rico: tenía muchas mujeres, un gentío de servidumbre, la mejor vivienda de la aldea y grandes tesoros.
Este hombre, absorbido por la administración de sus bienes, era inteligente y tenaz en el trabajo. Desgraciadamente tenía un solo ideal: la riqueza. Cuando un mendigo se presentaba ante él lo echaba de mala manera diciéndole: “Trabaja y serás rico como yo”. Su avaricia era tal que también prohibía a sus familiares cualquier gesto de generosidad.
Mas también para él llegó el día en que, como acontece a cada mortal, tuvo que morir. En espera del juicio, las almas de los muertos quedan encerradas en una habitación de la que pueden mirar por una ventanilla hacia el mundo de la felicidad o el mundo de la desgracia, objetos de su esperanza o destrucción. En aquellas celdas se encuentran provisiones. Sin embargo, nuestro hombre fue encerrado en la celdilla sin ventana y en la que no había ni alimento ni una escudilla de agua.
Desengañado, empezó a protestar y a gritar en contra del trato inhumano que le habían reservado, así que Sima, el guardián de las almas, fue a preguntarle la causa de sus protestas.
-¡Me han encerrado en una habitación oscura y sin provisiones!
-¿No lo sabías? –respondió sorprendido el guardián-. Si tú hubieses pensado en prepararte alguna provisión cuando estabas en la tierra, ahora la encontrarías aquí.
El avaro, puesto en aprietos delante de la prueba evidente de su negligencia para la vida futura, suplicó a Sidma que obtuviese de Dios el permiso de regresar un mes a la tierra para enmendarse. El guardián le consiguió dos meses  de tiempo y lo reenvió a la tierra, con el pacto de que no revelase a nadie el privilegio excepcional.
Retornado entre los suyos, que pensaron que se  había curado en el último instante de la enfermedad, se puso a comprar cantidades de harina, aceite, miel almendras, azúcar y otros productos. Movilizó a todas las mujeres del pueblo para preparar galletas, bizcochos crujientes y tortas.
Había tomado a su servicio un panadero que, con ayuda de algunos ayudantes, trabajaba día y noche cocinando dulces. Se vieron bien pronto en su casa largos collares de rosquillas mientras las mesas se llenaban de tortas y bizcochos. Mirando crecer las provisiones de día en día, nuestro hombre se llenaba las manos pensando que tenía para comer por toda la eternidad.
Llegó finalmente el día de su nueva muerte y sucedió que la última hornada  de bizcochos, tal vez por el cansancio del panadero, se quemó. Casualmente, en aquel instante un mendigo tocó a la puerta. El avaro esta vez consintió en darle un dulce, pero escogió para el mendigo el bizcocho más quemado de la última hornada, que era como un pedazo de carbón.
Después llegó Sidma, el guardián de las almas, que lo volvió a llevar a la celda de espera. El hombre creyó que encontraría la montaña de provisiones que se había preparado en la tierra. Con desesperada sorpresa, lo que encontró fue el dulce quemado que ofreció al mendigo. Entonces entendió.

Leyenda africana



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Disculpas por las faltas de ortografía. 
No pude modificar el vídeo.